Decía Benjamin Franklin que las únicas certezas en esta vida son los impuestos y la muerte. Habría que añadir una tercera. La impunidad de determinados políticos a la hora de gestionar la cosa pública. El esperpento griego es el caso reciente más emblemático. La hecatombe helena refleja el martirio -sin bueyes- de un país sacrificado por una casta política megalómana sólo formalmente democrática.
Pero más allá de lo que acontece alrededor de la plaza de Sintagma, lo relevante es que detrás del desastre económico griego emerge un sistema político débil y con baja calidad de sus instituciones. No es casualidad que los países más atizados por la crisis de deuda soberana sean, precisamente, los últimos que se incorporaron a la democracia en Europa occidental después de 1945.
Portugal y Grecia pusieron fin a sus respectivas dictaduras en 1974, y España lo hizo un año más tarde. El caso irlandés es diferente. Su rescate no tiene que ver sólo con una crisis fiscal derivada de una brutal caída de los ingresos y de una enloquecida carrera a favor del gasto público, sino con la implosión de su sistema financiero a causa de una mala decisión política: garantizar por ley todos los depósitos bancarios.
Esta relación directa entre calidad del sistema democrático y realidad económica es una evidencia desde antaño, como bien saben muchos países latinoamericanos. Pero en muchas ocasiones se olvida con fines bastardos. Como si los problemas económicos de un territorio tuvieran que ver sólo con decisiones de política económica equivocadas. La arquitectura institucional de un país influye, y mucho, en la calidad de vida de sus ciudadanos, como ha quedado demostrado desde la Constitución americana. No hay democracia sin demócratas.
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